
Viendo su sonrisa jovial y alegre, su energía vital y esa chispita de brillo travieso en los ojos al hablar, nadie pensaría que este hombre: Rodolfo Suárez Martínez,
Rodolfo del Villar, tiene 88 años.
Yo de Rodolfo había oído hablar mucho a mi abuelo, Salustiano. Ambos habían compartido innumerables correrías y partidas de tute en sus años mozos, pero también trabajo, sudor y lágrimas. Nada era fácil por aquel entonces. Era la década de los 40. Los últimos coletazos de la guerra civil todavía se dejaban sentir en Ibias. Hasta sus rincones más recónditos llegaban los
huídos,
los que andaban por el monte.
No me había acercado hasta el Villar de Cendias a buscar estas historias, pero frente a una taza de café de puchero con leche “de vaca de verdad”, Rodolfo comienza a desgranar sus recuerdos y yo me dejo llevar fascinada por un pasado tan cercano para él y que sin embargo a mí me parece una leyenda de otros tiempos.
La leyenda tiene personajes con nombre propio: Serafín Fernández Ramón “
El Santeiro” o Florentino Zapico, el célebre "
Maestro de Villarmeirín”. Del Santeiro se pueden encontrar todo tipo de referencias en la red, pero hoy hemos venido a escuchar lo que Rodolfo nos quiera contar, sus vivencias en primera persona. Y para ello nos alejamos un poco más en el tiempo, nos remontamos a otro Santeiro, el padre, Martín Fernández, que durante años recorrió el concejo de Ibias portando la imagen de la Virgen de Trascastro, llevándola de casa en casa para conseguir limosnas. Cuentan las malas lenguas que cuando el Santeiro regresaba hacia su hogar de Guímara solía hacer una parada en el Alto del Cuadro, en el Puerto de Cienfuegos donde se jugaba la recaudación a las cartas con la mismísima Virgen. Sería cosa de los milagros, pero siempre ganaba ella y el hombre llegaba a casa desplumado una y otra vez…
Rodolfo salta en su relato de una vivencia a otra. Tiene tantos detalles que contar, tantas imágenes que describir, que cuesta encontrar el hilo conductor de la historia. Volvemos al Villar de los años 40 y tenemos a Rodolfo de permiso (por aquel entonces era cabo) camino de la fuente. Tenemos a un grupo de hombres que aparecen de la nada y a uno, pequeño, que le echa mano mientras que su jefe “El Maestro de Villarmeirín” le pregunta si es él el hijo de Baldovino y le da unas monedas para que les compre dos botas de vino y una botella de coñac en Casa Alejos.

El grupo guerrillero se ocultaba en mil sitios diversos. Uno de sus escondites favoritos era el lugar que llaman
VALÍUS DA RUDA, muy cerca del Villar de Cendias, en donde tenían una pequeña cabaña entre un roble y una peña, invisible para el resto del mundo. No así para los habitantes del pueblo que sabían perfectamente por dónde se movían los componentes del grupo en cada momento. Era un pacto de no agresión. Vive y deja vivir. Si se encontraban, sigue relatando Rodolfo, como aquella vez con Policarpo y con Pepe de Felisa, compartían merienda en el campo.
La
Banda de Los Fornelos y la del Maestro de Villarmeirín fueron muy activas y llevaron de cabeza a las autoridades franquistas, que pusieron precio a la cabeza del Santeiro, llegando a situar una unidad de regulares en las proximidades de su pueblo para darle caza. La guardia civil llegó a traer a la madre del Maestro para obligar a su hijo a presentarse. Rodolfo cuenta con regocijo cómo los rebeldes habían tendido una emboscada al Teniente Carreño y a su patrulla en la Peña del Furacón, amenazándole de muerte si no dejaba a su madre en libertad.
Entre sus acciones más conocidas destacan los atracos al coche de viajeros de la línea Cangas de Narcea - Madrid, en el Puerto de Leitariegos el 18 abril de 1943, en Balouta (León) el 17 octubre de 1943, en el Alto del Connio (Ibias) el 27 de marzo de 1942, en el que hubo seis muertos y nueve heridos en un tiroteo con las fuerzas franquistas y en San Clemente (Ibias) en el que resulto muerto un guerrillero apodado El Italiano y el guardia civil José Rodríguez Díaz, el 19 mayo de 1940.
Pero a partir de aquí el relato comienza a hacerse más cercano. Pierde ya ese viso de leyenda, de espacio indefinido en el tiempo y cobra vida con el color y el dolor de la sangre, de rostros que hemos visto en alguna foto, de personas de las que hemos oído hablar muchas veces en susurros. Rodolfo baja la voz y se hace apenas audible cuando cuenta cómo asesinaron a Concha la de Quintos, en Taladrid. Un hecho con muchas verdades contradictorias, resumido en la muerte de una joven mujer inocente, el desgarro por el dolor de una familia, falsas acusaciones que llevan a vecinos a la cárcel y un pueblo clamando justicia para los detenidos (Francisco de Maragato, Ramón da Rigueira y Alejandro de Buelta).
El relato me suena familiar. Mi abuelo contaba cómo había tenido que ir a Oviedo junto con Ramón de Cangas a interceder por los acusados, que ya llevaban un año en prisión, ante el gobernador civil. Era el último intento para salvar la vida a tres vecinos de Taladrid, injustamente acusados de complicidad en el crimen. La ejecución estaba prevista para el día del Carmen. Se salvaron por los pelos. Aún retumban en el valle los voladores por la celebración que tuvo lugar entonces, más por la liberación de los presos que por la fiesta en sí. Los ecos de la noticia se transmitían de valle en valle: Ya llegan! Ya están ahí! Ya vuelven! Por fin!
La tarde avanza y no queremos fatigar a Rodolfo. Deseamos que otro día nos siga contando su historia, que no es otra, al fin y al cabo, que la nuestra. Las palabras de Rodolfo resuenan en mi cabeza mientras en el camino de regreso escruto el monte con una leve punzada de precaución en busca de una sombra perdida, de un guerrillero inmóvil en lo alto de una peña...de un pasado que todavía está vivo.
La Casa del Roxo es un gigantesco baúl de los recuerdos. Por casualidad, rebuscando entre viejos papeles de mi abuelo, encuentro una tarjeta de racionamiento del año1945. El nombre escrito en la tarjeta me hace sonreir. Es él. Rodolfo.