Esto va a ser lo que mi amiga Leti llamaría un post desordenado en el que se acumulan ideas y sensaciones a mucha más velocidad de aquella con la que mis dedos y mi semidormido cerebro aciertan a describirlas. El caso es que, a pesar de los pesares, de la negrura y pesimismo que inundan la blogosfera, el facebook y las noticias, hoy es un buen día, un día bueno de verdad, y lo es porque mi amiga Merce la Reina, ha comenzado por fin su recuperación después de haber llegado hasta el fondo del pozo. Milagro, lo llaman algunos, y Ciencia, lo llaman otros. Yo, a lo electricista compostelano, no digo ni que sí ni que no, ni todo lo contrario, pero “el códice no está quemado”, hoy el Santoral festeja a San Fortunato y parece que la fortuna nos acompaña.
Brindado, pues, el primer pensamiento, a la salud de la Salud, me voy con el siguiente desorden ordenado, íntimo y lleno de recovecos, que es el último libro que ha caído en mis manos, El tiempo baldío, del escritor cangués (de Moncóu namenos) Alfonso López Alfonso. Es un libro que sirve para revivir y saborear recuerdos para los que, como Alfonso, somos de pueblo pero no pueblerinos. Aunque Moncóu no es Ibias, no deja de ser Lejano Oeste, y dado que el padre del escritor es de Rellán y en mi familia portamos blasón de los Sal de Rellán, quién sabe si incluso no seremos primos lejanos. En cualquier caso, si sois de esos de los que pensáis (palabras del autor) que “el pasado es un verano sin fin”, os recomiendo la lectura de este magnífico libro, ameno y personal, sin parafernalia, artificios o pretensiones. Un libro que podéis encontrar en la Librería Treito, de Cangas, y que para disfrutar en toda su magnitud, debería ser leído despacio y con calma.
Y la calma, o mejor dicho, su carencia, me lleva hasta un tercer escalón de pensamiento: mi imposibilidad (o eso creía) de leer un libro despacio. Y digo “eso creía” porque el año pasado, cuando los que nunca vamos de vacaciones conseguimos escaparnos un par de días a Hay-on-Wye (léase JEI ON GUAI), un pequeño pueblo de Gales, casi de juguete, que es el Paraíso de las librerías de segunda mano, tuvimos ocasión de pernoctar en The Rest for the Tired (El descanso para los cansados), nombre inmejorable para un B&B, negocio complementario de alojamiento de una de las magníficas librerías de viejo. En nuestra habitación se acumulaban centenares de polvorientos libros pidiendo un poco de atención. Después de repasarlos todos y comprobar que el único que me sonaba era El Paciente Inglés, me dispuse a echarle un ojo hasta que el sueño me venciera. Pero, por suerte o por desgracia, la prosa me enganchó de tal manera que resolví permanecer insomne durante los tres días que pasamos allí con tal de llegar al final de la novela. Y apuré tanto la lectura y quedé tan hechizada con la historia que me prometí releerla en cuanto la terminara. Y, milagro para mí, así lo hice. Tengo que decir que es uno de los mejores libros que he leído en toda mi vida, de esos que te deja la sensación de haber sentido en primera persona las mil sensaciones que viven los protagonistas. Durante tres días en Gales primero y durante dos semanas más ya en España, yo me convertí en una trinidad: el paciente inglés, su enfermera y un soldado indio sikh con su turbante. Una obra maestra que recomiendo para aprende a leer despacio y disfrutar con la lectura.
Y despacio, muy despacio, está discurriendo este verano que no parece verano ni ná. Y, curiosamente, también despacio, muy despacio, transcurrían los veranos de mi infancia en Ibias. Alfonso me los ha recordado con su libro y, dentro del desordenado desorden que me caracteriza, hoy quiero traer a colación algunas instantáneas de AQUELLOS MARAVILLOSOS VERANOS. Como diría alguien que ya no está aquí: “si eu soubera escribir….”, pero como al que le falta el arte, Dios al menos le da memoria y sensaciones, aquí va la amalgama de fotografías que se agolpan en mi memoria cuando echo la vista atrás y recuerdo los veranos en Villaoril. Con vuestro permiso, me sumerjo en los recuerdos de los setenta y me encuentro, a bote pronto, con todo esto:
El burro de Pepe, que cargado con el grueso del equipaje, nos acompañaba en el último tramo de camino entre Llanelo y Villaoril. María, ¿por qué corres tanto? Y yo, la más pequeña, y la que más rápido iba porque, lo confesaría más tarde, el burro me daba miedo.
El sol, que calentaba mucho y nos obligaba a pasar horas dentro de casa, en la solana, en la sala, al fresco, entre las protectoras paredes de piedra de más de un metro que impedían que se filtrara el bochorno exterior.
El barreño de zinc, con agua puesta a calentar al sol durante todo el día, repleto de insectos muertos que mi abuela procuraba quitar antes de bañarnos uno por uno a la caída de la noche.
Los pies negros del polvo de los caminos, con los churretones del agua que nos habría salpicado en alguna fuente, con las marcas innegables de las alpargatas que nos durarían hasta la siguiente primavera.
El día en que se roxaba el forno, y se cocían el pan, las empanadas y el bizcocho, de docena y media de huevos, batido a mano por los fuertes brazos de mi abuelo. Titi: enséñanos la bola. Y Salustiano se hacía de rogar pero finalmente accedía a mostrarnos su bíceps en el que una bola blanca fabulosa subía y bajaba al compás del batido. Y un gamuzo para alumbrar, un bollín con nuestras iniciales y el tapón de la empanada, que era lo primero que desaparecía.
Las partidas de tute en la sobremesa, contrincantes en dobles parejas (Ignacio y yo contra Titi y Estrella), que acababan invariablemente con la más pequeña levantándose de la mesa, tirándolo todo y dando un portazo al recibir la enésima bronca del impaciente abuelo por haber echado un triunfo a destiempo.
Las vacas, nuestro pasatiempo favorito, que íbamos a cuidar con Elenita. Por favor, por favor, déjanos ir con las vacas. Y allá íbamos con nuestras guilladas, rezando para que no moscaran porque no iba a ser yo quien se pusiera en su camino… Rubia, Marela, Guapina, vaca, beh…
El martes, día de riego, subiendo hasta la Trousa a echar el agua camino abajo, temprano, muy tempranín, para regar antes de que el sol calentara. Rego a rego, muy despacio, el agua se iba filtrando en las raíces de los tomates, de los pimientos, de los fréjoles…
El sábado, que pasaba Riosa por la Campa con su furgoneta llena de tesoros: fruta, un buen pollo (que no sea gallina), filetes, carne para guisar y unos Dalki de fresa y chocolate para los niños, que luego comeríamos poco antes del Salto del Cura utilizando como cucharillas las propias tapas dobladas.
El cartero, que no llamaba dos veces, pero venía con noticias de Mariana desde Mallorca –había ido a ver a Julio Iglesias a un concierto- y de Carmen desde Baños de Montemayor, y de Merce desde Tapia. Y aquellas cartas multicolores que iban y que volvían con dibujitos y mensajes en boli bic: “deprisa cartero, que es para la amiga que más quiero”.
La tormenta, que descarga de improviso, después de estar amenazando baldíamente durante horas. Truenos, relámpagos, las jarras amarillas para recoger el agua, que es la mejor para lavarse el pelo. El crucifijo en la ventana para librarnos de la piedra y Santa Bárbara bendita, protege el pan y el vino, y a los que van de camino.
La manta y los cojines, que sacábamos para tumbarnos al fresco después de cenar, y pasar horas mirando a las estrellas y contando historias de miedo: anda de día que la noche es mía. Luego saldrían los murciélagos y ahí el miedo se tornaba en pavor.
El fuego, el incendio, el terror, que invariblemente volvía año tras año. El primero en verlo avisaba a todos los vecinos. Mientras los mayores preparaban la estrategia a seguir y comenzaban a confeccionar basoiros, los pequeños usábamos nuestras dotes detectivescas para buscar al culpable: fue fulanito, que lo vi venir por la Portelía.
El corral, convertido en una especie de fuerte y cuartel, con bodega y almacén de municiones vigilados por soldados con escopetas al hombro –las estacas del carro- que luego realizarían arriesgadas misiones bajo el mando del capitán. Su arco y sus flechas no pegaban en el contexto, pero eso era lo de menos.
Los cacharritos para hacer nuestras comidas y mejunjes, cosas de chicas, como el licor de moras que le dábamos a beber a Deli. ¿Qué tal sabe? Y no murió de milagro, la pobre infeliz, pero para eso era la pequeña y tenía que obedecer –o eso o no jugaba-.
El chigre para el baile nocturno. Un tocadiscos troglodítico y a bailar al son de “si construyeran un puente desde Valencia hasta Mallorca”. Los últimos éxitos garantizados. Hasta con La Pastorina nos atrevíamos… Mientras los críos bailábamos, los mozos salían con la camisa de domingo, linterna en el bolsillo, para ir a la verbena que se terciase donde se terciase, desde Cangas a Fonsagrada no dejaban una sin pisar.
El día en que se mallaba el pan. Día festivo para toda la chiquillería. Ayudábamos en lo que nos dejaban: recoger paja, llevar y traer la bota de vino, hacer recados… eso sí: “cogéi un botello de lo que quiérais”. No nos hacíamos de rogar. ¿Y cuántos te has tomado ya? Una mirinda y dos pesicolas. ¿Por qué no vamos a jugar?
El día del Carmen, la misa, unas ramas floridas del tilo que está de camino a la iglesia, el ramo, la procesión, Estrella que quería patatas fritas, y Carmina a freirlas, y la niña que lloraba y ¿por qué lloras, nenía? Porque yo quería de las de bolsa… y el desconsuelo no cesaba hasta llegar a casa, con la ensaladilla y la empanada, y las natillas de Tita.
Lo sé, me ha salido un post muy, muy largo, que más que post es una tortura… pero prefiero escribir por escribir y que nadie me lea que deprimirme leyendo los negros presagios que abundan estos días por doquier. Los que tengáis verano, ¡disfrutadlo! y los que no lo tenemos, nos aferraremos el lunes al día del Carmen mientras recordamos que cualquier verano pasado fue mejor…
9 comentarios:
Hola María, soy seguidor de este blog desde hace tiempo y mucho me gusta ver que hoy se habla en él de mi. No sé si seremos primos por vía de la sangre o no (es fácil que sí, soy primo de casi todo ese concejo), pero de lo que no me cabe duda es de que, de uno u otro modo, pertenecemos al mismo clan.
No quiero dejar pasar la ocasión de felicitarte por la guía de Ibias, que tanto me ayuda cuando visito la tierra de mi padre, de mis abuelos, de mis bisabuelos... Y decirte también que el Riosa del que hablas en tus recuerdos (era el de Caboalles, ¿no?) fue buen amigo de mi padre.
Bueno, un saludo y muchas gracias,
Alfonso.
Alfonso, me alegro de poder felicitarte por tu libro. Todavía no lo he terminado, pero sí he llegado a la conclusión de que es uno de esos libros que hay que releer D-E-S-P-A-C-I-O. La Peña de Moncóu siempre me llamó la atención cuando bajaba por el Rañadoiro, ¿quién me iba a decir a mí que en aquel pueblo vivían unos "casi-primos"?
Riosa no sé de dónde era, pero supongo que no habría muchos más de aquella con la furgoneta repartiendo por los pueblos. Qué recuerdos...
En fin, que gracias por tu comentario y por compartir una parte muy personal de tu Tiempo Baldío con todos los lectores. Mucha suerte con el libro y con los que vengan después.
Maria,me alegro de la recuperación de Merce, aunque no la conozca personalmente.
En cuanto a Alfonsin,como le llamamos los de la familia(somos primos carnales,cuando lea lo de Alfonsin me come crudo y sin pan ni nada)todo lo que escribe es muy bueno,como él que es una excelente persona,yo a lo mejor es pasión de primo,o quizá por que casi todos los personajes del libro los conocí personalmente,en especial a su abuelo Valeriano,para el cual nosotros eramos como sus nietos,aunque por sangre no lo fuéramos,una persona muy entrañable,.Lo del diminutivo es por que es el mas pequeño de 7 hermanos.
Dices que te entendiste mucho,para mi es recordar unos veranos que nunca volverán,el día de cocer,nosotros todavía lo hacemos de vez en cuando,si estas por Villaoril la próxima semana pásate que vamos a "cocer", si los planes no se estropean por algo,claro.
Sin que sirve de precedente, estoy en desacuerdo contigo... a mí, esta entrada me ha sabido a eso, a entremés... ¿para cuándo los platos principales y el postre?.
Y la casa'l Roxo de verde...
La lectura, me trajo el recuerdo del sonido de las hojas de maíz el moverme para pasar las páginas, cambiando de postura, en un xergón en casa de mis abuelos.
!Y dos huevos duros! Los enamoramientos de J. Marías y más ligero: el asombroso viaje de Poponio Flato de Mendoza. Saludos cordiales, y gracias de nuevos por este brillante cuadro de recuerdos.
Maria,Alfonso,el Riosa del que habla Maria es el amigo del padre de Alfonso,es decir mi tio,no hubo otro con el mismo nombre,era de Riosa, Asturias pero afincado en Cabolles de Abajo desde hacia muchos años,emigrante en Bélgica a donde regreso una temporada después de jubilado.Como sois los dos escritores,no os cobrare por la información por ser la primera vez,pero teniendo en cuenta mis extensos conocimientos, la próxima vez hablaremos de mis honorarios.
Qué guapo nena, esos veranos también los viví yo por El Bao, incluso algún día por Villaoril, que lejos estaba para ir caminando.
Bonitos recuerdos y los que quedan.
Cuantos personajes que traen recuerdos, Riosa o el más mítico y anterior "Cacharreiro", siempre acompañado de su esposa, que iba de casa en casa anunciando los frutas que tenían en la furgoneta "Andai cumprar nenas qui hay peras, milois, plátanus, Nataliu trai di todu" y que para dar la vuelta a la furgoneta en El Castañalón, se pasaban media hora,todo un espectáculo, ella dirigiendo la maniobra y Natalio, acelerón va y viene, siempre recuerdo cuando decía "Nataliu il imbragui ooh" y yo siempre pensaba, ¿Qué será eso?.
Milio, Chapras, Celia: algún día tendremos que poner todos esos recuerdos en común para hacer un libro coral. Me ha encantado lo de Natalio y su imbragui...
¡Cuántos recuerdos comunes para aquellos de ciudad que hemos vivido veranos pueblerinos, qué ricos!!!
Mis mismos recuerdos, en distintos lugares pero identicos pueblos.
Gracias María
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